El autor pone la lupa sobre la pareja. En su nueva novela cuenta cómo dos amigos que salen a cenar buscan la manera de sentirse satisfechos con sus vidas, sus amores y sus deseos más íntimos. La Mar del Plata reconocible, la asfixia de la rutina diaria y qué simboliza la línea del Ecuador.
Dos amigos, Mariana y Aritz, salen a cenar. La comida y el reencuentro disparan la charla sobre el estado de sus vidas recientes, sus parejas, las decisiones que tomarán, las historias pasadas. Mientras llegan el menú, la carta de vinos y la de postres y se cuenta el rito moderno de “comer afuera”, el narrador se mete en el pasado para contar la vida de estos seres y, sobre todo, para hacer una crónica de sus soledades, una soledad que se agiganta en el caso de Aritz porque está casado desde hace varias décadas y la vida en pareja le pesa tanto como la vida en una cárcel. Una soledad mucho más real es la de ella.
En “La línea del Ecuador”, Eduardo Balestena ubica a pocos personajes en escenarios conocidos de Mar del Plata: el Golf Club, el Bosque Peralta Ramos, la calle Libertad y traza el circuito de una ciudad solitaria que se recorre en una noche desde el auto. El deambular y la charla se mezclan con monólogos interiores de los personajes en un tono que va de la reflexión a la introspección.
El personaje masculino, un músico de la Orquesta Sinfónica, llega a la conclusión de que perdió presencia humana en su hogar. Reducido a tareas cotidianas y rutinarias (sacar a pasear el perro, lavar el piso, llamar al gasista), el deseo, la ambición intelectual, el conocimiento y la comunicación en el seno familiar quedan suspendidos, olvidados, por el peso de las boletas que cuelgan de los imanes de la heladera. Asfixiado, no pierde la ilusión de volver a un amor romántico.
“Esa idea, de algo que se tuvo y se perdió, atraviesa, con distintas palabras, toda la novela”, reflexiona el autor, que es marplatense y tiene otras novelas publicadas: “Ocurre al otro lado de la noche”, “Ana, el interior del fuego”, “Amores de lejos” y “Muchas vidas para contar” y que es autor de varios ensayos, además de abogado y trabajador social. “Pienso que, novelísticamente, mi gran tema es la soledad. No sé si es un estado o una condición, sí que el amor consiste en la ilusión doble de suscitar algo en alguien y de, a partir de eso, poder quebrar el cerco de la soledad”, sigue.
-¿Qué pasa en La línea del Ecuador?
-La metáfora no es mía, es de alguien que me contó una historia y cuando lo hizo puso ese ejemplo. En esa línea cambian los vientos, las mareas. Lo cierto es que divide a un hemisferio de otro. Como metáfora, además de la pura irradiación y belleza de la frase, funciona muy bien porque marca un límite que puede ser el de la resistencia, el de lo nuevo, el de lo decisivo y también el de lo posible, el del lugar de donde no se puede volver.
-¿Aritz es un hombre maltratado?
-No me propuse establecer ese punto de vista: el de un hombre que sufre el destrato de quien ama. No me interesaba plantearlo como una cuestión de género sino poder llevar adelante una escritura donde hubiera circunstancias y experiencias reconocibles, comunes.
-¿Por qué elegiste el restaurante del Golf como escenario de casi toda la novela?
-Fui por primera vez al Golf invitado por un amigo y desde entonces lo asocio con esa sensación de amistad. De chico me había parecido inaccesible. Desde aquella lejana primera vez se convirtió en mi restaurante favorito. No imagino esa historia en otro lugar. Era necesario que hubiera un marco y una presencia fuerte y significativa del espacio. Las mesas están lejos, son como islas y reina la tranquilidad. Es como si todo se interrumpiera y se estuviera esperando que suceda algo.
-La comida y el mundo del restaurante ocupa un lugar secundario, pero muy visible. ¿Estás contando un ritual moderno?
-Quise desarrollar las posibilidades de las sensaciones suscitadas por la comida, darles una importancia como elementos auxiliares del texto y que, a la vez, sirvieran como indicadores de los avances del diálogo hacia zonas más íntimas de las vidas de los personajes. Lo mismo las mesas vecinas y las historias paralelas que el narrador imagina. También son instancias en que el diálogo y sus historias se retardan, hacen una pausa, se vuelven a un momento de reflexión o de recuerdo. No hubo una intención de aludir a un ritual sino de hacer trabajar a determinados elementos, por una razón u otra, funcionales al texto.
-Esbozás una crítica feroz a la institución matrimonial. Los diálogos del protagonista y sus largos monólogos interiores no hacen más que destruir cualquier visión romántica de una pareja que tiene muchos años de convivencia. Hablás del matrimonio actual como si solo fuera una unidad económica y utilitaria.
-Una época en la vida de un matrimonio no es, necesariamente, todo el matrimonio. Hay épocas y épocas en la vida matrimonial, es tan cierto como que no se puede escribir una novela sobre una etapa de felicidad sino que es lo contrario: hay que aprovechar una etapa de infelicidad matrimonial para escribir una novela. No me propuse hacer un relato de tesis, pero también es cierto que le toca a cada uno revindicar su propios espacios de libertad en el matrimonio y defenderlos como algo no negociable, porque el peso de las boletas que cuelgan de los imanes en la heladera es realmente muy grande. De lo que se trataba era de explotar al máximo literariamente la carga de las boletas en la heladera, la demanda realmente asfixiante que es la vida cotidiana: si no le ponemos un límite se lleva nuestra vida, la de gozar y ser nosotros mismos.
-Sin embargo, la propuesta de la novela no es ir en contra de la pareja.
-Tomé las historias casi como venían. No escribí ni a favor ni en contra de la pareja. No me interesa un planteo psicológico en lo más mínimo. Los hechos están antes que las ideas. La pregunta a formularse sería: ¿que pasará con esas nuevas segundas parejas cuando se filtre la humedad en las grietas del barco de la vida, cuando vengan los grandes desafíos de la convivencia? Eso es imposible de responder.
-Mariana cuenta el final de su romance mientras degustan un apple crumble y un volcán de chocolate. Es un momento de gran tensión por lo que cuenta, pero a su vez de gran placer de los protagonistas. ¿Por qué decidiste intercalar esas sensaciones contradictorias?
-Qué buena observación. Un problema estilístico a resolver fue que la cena no podía terminar antes del relato de cada uno de los personajes. No hubo decisiones deliberadas más que el propósito de trabajar otros sentidos: el gusto, el aroma, la descripción de las comidas y que esas sensaciones significaran una pausa. El problema fue que terminaban antes de concluir sus historias, entonces tuve que pensar en el recurso del otro turno en el restaurante.
-La historia tiene mojones marplatenses. Desde lugares reconocibles hasta personalidades: Elio Aprile, por ejemplo, La Cámpora. Se esgrime que Aprile intentó cerrar la Sinfónica en un momento.
-Cuando comencé a hacer crítica musical en 2003 un solista me comentó que en un momento de crisis, a todos los momentos en que se hacen visibles la estafas institucionales se los llama “crisis”, la Orquesta Sinfónica había estado a punto de ser disuelta, “una firma y desaparecía”, me dijo. Hacia la misma época otro solista me comentó las antesalas que Aprile hacía hacer Washington Castro -un intendente que hace esperar a un artista ya me parece de por sí terrible-. La Cámpora es una fuerza que permeó en todas las capas institucionales de la sociedad y eso es parte de la historia, una en que lo individual no puede estar separado de esa contingencia, esa precariedad que es la misma que vive el personaje.